viernes, 21 de abril de 2006

¿Me prestas un libro?


Mi casa era una casa pequeña, muy pequeña, y la ocupábamos muchos. Apenas había espacio para nosotros, y los libros no eran un artículo de primera necesidad. Yo era muy popular en mi barrio entre los niños, era muy "jugasquera", que decía mi madre; del colegio a la calle y de la calle a la cama era mi rutina diaria.

Cuando cumplí nueve años mi hermana mayor, la que yo creía que sería una princesa y viviría en una gran casa con verja de hierro, se fue de casa después de casarse con un empleado de la Philips y nuestra habitación se quedó con sólo tres habitantes.
Al poco tiempo fuimos tres chicas y unos nuevos inquilinos: Los libros.

Llegaron no sé cómo, sospecho que otra de mis hermanas los trajo, aunque no puedo recordarlo. A mí me llamaban la atención. Los cogía, los hojeaba (pasaba las hojas) y me sentía atraída por ellos. Especialmente por uno, la pequeña Dorrit, se llamaba. El autor era un señor llamado Charles, con un apellido muy raro. Un día decidí leerlo, total, para algo me había tomado la molestia de aprender a leer.

Aquel libro produjo una transformación en mi cerebro, algo sutil e imperceptible a simple vista. Lento y constante, el deseo de leer se fue metiendo en mi pequeña cabecita y desde allí se fue extendiendo por todo mi cuerpo. Las manos deseaban sostener aquellas pequeñas cosas mágicas que me transportaban a mundos desconocidos. Los ojos buscaban en todas partes, otros títulos. Corría por mis venas una de las drogas más potentes, pues producía el mayor placer individual. Ya no hubo remedio. A partir de ese momento empecé a cambiar con mis amigos, libros, en lugar de cromos. Me dejaron la colección de "Las mellizas en Santa Clara" y comía embobada, me iba directamente a tumbarme a leer en mi cama y pasaba el calor del verano en lugares lejanos a los que pensaba que jamás iría. Leía libros que era incapaz de entender por el puro placer de leer. Leí la Biblia o el Quijote en lo que mi hermano se zampaba a Mortadelo y Filemón.

Entre los libros y yo se creó un vínculo que si no es amor, no han descubierto aún la palabra que lo define. Solo conservo los que, después de leerlos, han dejado poso en mí, cualquier tipo de poso, porque a partir de ese momento ya forman parte de mi propia esencia. Ya son yo. Los demás, esos que lees por equivocación, porque te lo dicen, porque te lo piden, esos, los regalo. Nunca tiro un libro. El que no sea para mí no significa que no pueda ser para otro.

Quizá por eso el día más bonito del año, el día que más me gusta, ese que parece que lo han hecho para ti, ese día es Sant Jordi. Incluso a veces pienso que mis padres se vinieron a Catalunya, desde un pueblecito de Jaén, para que yo pudiera disfrutar de esta maravillosa fecha. Los libros invaden las calles, el olor a rosa se extiende por todas partes, gente con bolsas cargadas de palabras, las más bellas y las otras.

Un Libro y una Rosa ¿puede haber algo más bello?
La rosa te la doy yo, el libro, ese que ha sido especial para ti, me gustaría conocerlo...

Feliz Sant Jordi.