sábado, 17 de noviembre de 2012

El Piano



Siempre había sentido la música, desde muy niña. Su padre tocaba la guitarra y cantaba flamenco. Su madre le acompañaba. Lo hacían en casa, durante alguna celebración, en días especiales. Entonces a ella le sonaba bien esa música porque representaba algo que ellos amaban. Quizá por eso le gustaba cantar y lo hacía en todas partes, en la calle, en la escuela. Se le daba bien, lo lleva en la sangre, decían los mayores.

Pero su sueño, lo que de verdad deseaba en secreto, era poder componer música delante de un piano. La música clásica inundó su casa, aquella que antes solo habían visitado: Rafael Farina, Manolo Escobar, entre otros, de la mano de sus padres. Los Beatles, Supertramp, El dúo dinámico y Serrat, de la de los demás.

Ahora, junto con el nuevo tocadiscos (acabado ya el tiempo del de maleta), llegaban decididos Mozart y su Serenata nocturna, Chopin y su Revolucionario, Liszt y su Concierto para piano nº 2 en La, Vivaldi y Las cuatro estaciones, Debussy con El Preludio a la siesta de un fauno y, sobre todos ellos Tchaicovski y su Concierto para piano nº 1 en si bemol menor.

A los diecisiete años, cuando pudo disponer de dinero propio se encontró ante la más maravillosa coincidencia. Se llamaba Francina y la conoció por ser la novia de un amigo, algo mayor que ella. Pero lo más importante es que era profesora de piano.

Francina la escuchó tocar la guitarra y cantar y le dijo que había algo en ella que no se aprende en una escuela de música: sentimiento. Se ofreció a darle clases a un precio que pudiera pagar, haciendo de hada, papel que le iba muy bien.

La profesora madrina le dio las llaves de su casa para que pudiera ensayar cada día. Ella tenía vocación, pero no tenía piano. Sin la una se puede aprender, pero sin el otro es imposible. Allí había un gato que le hacía compañía y que tenía el detalle de no huir despavorido al oírla repetir una y otra vez la misma pieza machacona, que al principio todas lo son.


Ensayaba durante tres y cuatro horas diarias, era como si fuese consciente de que tenía poco tiempo y debía aprovecharlo bien. Durante aquellas horas no era una aprendiza, era una virtuosa del piano escondida en una buhardilla, que buscaba sin descanso la obra de su vida, aquella que solo ella podía componer.

Nunca se había tomado nada tan en serio.
 
El día que fue a ver a su profesora por primera vez a un concierto, ella le dijo una frase que jamás olvidaría: yo tengo la técnica, pero tú tienes talento.


Los años pasan y los sueños se guardan escondidos en un cajón, porque dan miedo. Allí se meten también las fotos en las que no nos reconocemos, el primer beso, la primera desilusión...
 
Ahora tiene un piano que aguanta una pared de su casa. Es un hermoso piano, de color negro, que mantiene brillante con una suave gamuza. Cada vez que alguien la visita por primera vez, hace la misma pregunta:
—¿Quién lo toca?

Ella lo mira con tristeza y responde:

—Nadie.
Y piensa que llegó tarde, cuando ya no había tiempo para sueños de tanta vida que se le acumulaba entre las manos.
De vez en cuando se sienta frente a él y lo acaricia. Quiere que sepa que está ahí y que, quizá, algún día vuelva a tener diecisiete años y una buhardilla.