lunes, 29 de septiembre de 2014

El ego del escritor

Dicen por ahí que los escritores somos uno de los colectivos con mayor ego de mundo. Es razonable pensar esto, si nos basamos en que tenemos la poco objetiva creencia de que lo que escribimos puede ser de interés para el resto de la Humanidad.

También ayuda, supongo, el hecho de que el trabajo de escritor se realiza en soledad. Esto es: tu ordenador, que rara vez te discutirá nada, y tú. Aunque en este caso también podríamos colocar a pintores, escultores y los músicos que crean solos. Incluso, si me apuras, a l@s bloguer@s, que gozáis de la misma sana compañía en vuestra labor.

Después de aquel desafortunado: "Yo he venido aquí a hablar de mi libro", es difícil contradecir a los que dicen que solo sabemos hablar de eso, de nuestros libros. Y eso no ayuda, precisamente, a rebajar la mala opinión sobre nuestro ego.  
También tenemos, en Facebook y Twitter, un escaparate perfecto para diseccionar el carácter del escritor permanentemente agobiado por lo que él llama mala suerte, que no es otra cosa que la falta de lectores. Pero, no os engañéis, de esos hay en todas las profesiones.  

Y no hablemos ya  de esos escritores, con éxito o sin él, que miran a sus compañeros de letras por encima del hombro, porque ellos sí que saben escribir y no el Ken Follet ese.

Sí, he de reconocer que después de lo visto parece que el ego del escritor tiene que estar subido en una escalera muy alta para que pueda verse los pies. 

Pero no siempre es así, os lo aseguro.

También está el escritor humilde, el que preferiría dedicarse a otra cosa, pero sus historias no le dejan vivir si no las escribe. El que sueña con que miles de lectores lean sus novelas sin saber siquiera de qué color es su pelo. El que se ruboriza cuando un lector le dice que se acostó pasadas las tres de la mañana, porque no podía dejar de leer su último libro.

La que se pregunta, tumbada en la cama boca arriba y con las manos bajo la nuca, por qué tantos lectores han elegido su novela, dedicando una porción de su vida a compartir las vivencias de unos personajes que ha creado ella.

Y doy fe de que en ese momento, el único ego que sobrevive, es el de una sencilla y mágica palabra: 

Gracias

jueves, 25 de septiembre de 2014

Consejos para escritores III

1.- Cuando escribes, escribes, pero no te olvides de que escribir no es tu vida. La vida es eso que pasa cuando sales de tu cubículo. 


2.- Si no te lo pasas bien escribiendo, dedícate a otra cosa. Disfruta de la escritura y olvídate de lo que tu novela será de mayor. 

3.- Cuando escribes, no publicitas, no saludas a los amigos de Facebook y no entras en Twitter. Apaga Internet, sabes que eres débil.

4.- Alégrate de las buenas opiniones y reseñas, siempre, por importantes o humildes que sean. No temas, Dios no te castigará por ello, bastante trabajo tiene escondiéndose de nosotros. 


5.- Las críticas sirven para aprender. Sácales partido y sigue adelante, pero no olvides que nadie puede gustar a todo el mundo.  

6.- Las críticas de trolls solo sirven para mantener activo tu nivel de resistencia a las frustraciones. Frases como: No me ha gustado, no era lo que esperaba o no estoy de acuerdo con las buenas opiniones que tiene, hablan de la persona que opina, no de tu novela y mucho menos de ti. Guarda la espada, acéptalo y no respondas. 

7.- Si una novela no funciona, escribe otra. Esto también vale para esas novelas que tienes secuestradas por editoriales. No olvides que tú tienes el poder. El poder de escribir más.

8.- Cuando ofrezcas tu novela a bloguer@s asegúrate de saber con quién estás hablando. No vale eso de Hola "Reseño con pasión"...


9.- Huye de los que saben cómo ha de ser un buen vino, un buen libro, una buena moto... Fíjate, verás que normalmente van andando al trabajo. 

10.- Este es el único consejo que te daría si fueses mi hij@, mi marido o mi mejor amig@: Huye de la gente tóxica, aquella que te dice todo lo que no puedes ser, lo que no puedes hacer y lo que jamás conseguirás. 

Lo único que está en tu mano para conseguir el éxito, es hacer las cosas bien. 
Pero no olvides que eso no será una garantía. 
También influye la suerte.


viernes, 12 de septiembre de 2014

Helado de fresa amarga

"Cuando recibas esta carta ya me habré ido. Tengo las maletas en la puerta y un taxi esperando. Hace semanas que lo decidí aunque no te negaré que esperaba un milagro. Milagro, qué palabra tan vacía.
Habré pasado por tu vida como un sueño efímero y quizá quieras llevarme en tu recuerdo a ese lugar al que dices que iremos todos.
En mi infancia creía que los ángeles existían y solía ver uno, de vez en cuando, a los pies de mi cama. Mi madre me decía que eran sueños, que los ángeles, si existían, no podían verse.
Todavía recuerdo el olor que desprendían tus manos aquel día. Olor a incienso. Entré para refugiarme de la lluvia, la soledad me embargaba y el silencio actuó como un bálsamo en mis heridas. Te sentaste y hablamos como dos amigos que hace tiempo que no se han visto y tienen mucho que contarse. Fui quitándome, una tras otra, las espadas que llevaba clavadas y tú las recogiste para lanzarlas lejos. Me hablaste de tu niñez, de los campos repletos de olivos donde solías refugiarte en los momentos de angustia ¡Cuánto hubiese deseado conocerte entonces, cuando aún era tiempo!

Me acompañaste a casa, la lluvia era persistente y encontraba la manera de colarse en nuestra ropa. Te invité a que subieras y te calentases; sin ninguna intención, puedes creerme. Entonces aún no sabía que te habías colado dentro, muy adentro, allí donde solo entran las palabras que no se dicen. Temblabas ¿lo recuerdas?
Mi madre decía que la vida es un enorme y cremoso helado de fresa con trocitos de chocolate, pero que siempre encontraría gente que se sentiría decepcionada al sentir el dulce sabor de la fresa, personas que querrían que la fresa fuese amarga. Si mi madre te conociese diría que tú eres de esas personas.
Pero yo sé que no es cierto.
Cuando pienses en mí, no me recuerdes solo por aquellas tardes junto al fuego, quemándonos por dentro. No olvides los momentos dulces en los que me cogías las manos y me explicabas todo lo que te estallaba en el corazón. Tus proyectos, tus ilusiones. Entonces era cuando más te quería.
Hace dos semanas te escuché llorar. Creías que estabas solo porque te sentías solo, pero yo estaba allí, tras la puerta. Ese día supe que debía marcharme. Permíteme un poco de autocompasión, déjame llorar también detrás de la puerta. Saber que tus brazos no van a sostenerme más, ni tus labios susurrarán mi nombre se me hace una verdad insoportable. Añoraré cada parte de tu cuerpo y suspiraré recordando tu voz.
Les perteneces a ellos, a ellos que nada saben de ti, de lo que deseas, de lo que temes. A ellos, que volverán a sus vidas cada día mientras tú te quedas solo; en esa soledad que escogiste y yo vine a destruir. Ya no tendrás que avergonzarte cuando me veas pasar y estés rodeado, no hará falta que gires la cara, mires al suelo y sujetes el temblor de tus manos. Esas manos que tantas veces me han acariciado.

Hoy, cuando vengas a verme, con la cara pálida y los ojos brillantes, no me hallarás, me habré ido. Sé que después de la pena vendrá el alivio. Sé que la tranquilidad será pago suficiente a tu pérdida. Se acabaron para ti las noches sin dormir, los remordimientos, la angustia y la culpa.
Yo, te llevaré siempre conmigo.

Cuando bajó del tren ya era noche cerrada, necesitaba tomar una copa y el bar de la estación le pareció un lugar tan bueno como cualquier otro. Entró y se sentó en la barra.
-¿Qué le pongo?
-Una cerveza.
-¿Quiere algo de picar?
-No, gracias, solo la cerveza.
Dio un largo trago, sentía la garganta como esparto.
-¿Ha oído la noticia? -el dueño del bar tenía ganas de conversación.
-¿Qué noticia?
-La del cura que se ha suicidado.
La cerveza viajaba hacia su boca pero no llegó a su destino.
-Parece ser que le han encontrado muerto.
-¿Do-dónde ha sido eso?
-En el programa ese de sucesos...
-No, no, quiero decir en qué lugar...
-En un pueblecito de Jaén. Por lo visto su amante le había abandonado. Dicen que tenía una carta en la mano en la que lo explicaba todo ¡Menudo escándalo!
El camarero se percató entonces de la cadavérica palidez de su cliente que se sujetaba a la barra para no caer.
-¿Pero qué le pasa, hombre?
El viajero se desplomó.
El vaso rebotó antes de estrellarse contra el suelo.