Dicen por ahí que los escritores
somos uno de los colectivos con mayor ego de mundo. Es razonable pensar esto, si nos basamos en que tenemos la
poco objetiva creencia de que lo que escribimos puede ser de interés para el
resto de la Humanidad.
También ayuda, supongo, el hecho
de que el trabajo de escritor se realiza en soledad. Esto es: tu ordenador, que
rara vez te discutirá nada, y tú. Aunque en este caso también podríamos colocar
a pintores, escultores y los músicos que crean solos. Incluso, si me apuras, a
l@s bloguer@s, que gozáis de la misma sana compañía en vuestra labor.

Después de aquel desafortunado:
"Yo he venido aquí a hablar de mi libro", es difícil contradecir a
los que dicen que solo sabemos hablar de eso, de nuestros libros. Y eso no
ayuda, precisamente, a rebajar la mala opinión sobre nuestro ego.
También tenemos, en Facebook y
Twitter, un escaparate perfecto para diseccionar el carácter del escritor
permanentemente agobiado por lo que él llama mala suerte, que no es otra cosa
que la falta de lectores. Pero, no os engañéis, de esos hay en todas las
profesiones.
Y no hablemos ya de esos escritores, con éxito o sin él, que
miran a sus compañeros de letras por encima del hombro, porque ellos sí que
saben escribir y no el Ken Follet ese.
Sí, he de reconocer que después
de lo visto parece que el ego del escritor tiene que estar subido en una
escalera muy alta para que pueda verse los pies.
Pero no siempre es así, os lo aseguro.
También está el escritor humilde,
el que preferiría dedicarse a otra cosa, pero sus historias no le dejan vivir
si no las escribe. El que sueña con que miles de lectores lean sus novelas sin
saber siquiera de qué color es su pelo. El que se ruboriza cuando un lector le
dice que se acostó pasadas las tres de la mañana, porque no podía dejar de leer
su último libro.
La que se pregunta, tumbada en la
cama boca arriba y con las manos bajo la nuca, por qué tantos lectores han
elegido su novela, dedicando una porción de su vida a compartir las vivencias
de unos personajes que ha creado ella.
Y doy fe de que en ese
momento, el único ego que sobrevive, es el de una sencilla y mágica palabra:
Gracias