Ayer me fui a desayunar con ella. Tiene la mirada triste de quien ha descubierto que contar algo, si sale de dentro, da poca satisfacciones y muchos quebraderos de cabeza. Me pedía consejo. Qué cosas -pensaba yo. Y en la conversación, hablando de su prosa poética y los muchos puntos y aparte, salió la maravillosa forma que tiene de describir paisajes, lugares y momentos. Su manera de explicar se transforma en un manantial de palabras conectadas de un modo arrollador. Entonces me habló de eso, sí, de eso que, estoy segura, muchos escritores o aspirantes han sufrido en carne propia: no ser profeta en tu tierra. La sonrisa displicente del amigo filólogo cuando te pregunta ¿que tú escribes? El consejo de tu madre que te dice "primero está la casa, tus hijos y tu marido". La indiferencia de aquél, la sorna del otro. Sin haberte leído, sin saber siquiera de qué les estás hablando. Tú, la que jugaba en la calle a la comba y no llevaba gafas. La pequeña, el último mono de una familia demasiado ocupada en no entenderse a pesar del cariño. Tú eres la cuñada poco interesante, la que trabaja en secretaría, la vecina del tercero...
Su madre no pasó de la segunda página y él cree que a nadie le interesará leer "eso". Y, sin saberlo, se están perdiendo de leer unos párrafos gloriosos que forman parte de su propia historia y que, si dejaran a un lado los estúpidos prejuicios, podrían resultarles mucho más interesantes que cualquier cosa que quisiera decirles Ruiz Zafón, Pérez Reverte o el mismísimo Cervantes desde sus lejanos reinos.
Un escritor necesita cómplices, seres que vivan a su alrededor para darle historias, alguien que le ayude a encontrar el tiempo para poder escribir. Y, sobre todo, aquél que cogerá de sus temblorosas manos el recién terminado texto. Sin prejuicios. Sin afanes. Tan sólo el lector y su libro, porque cada obra a la que se pone un punto y final es obra nueva a la luz de otros ojos.

Sí Mafalda, no me mires así.